O noso libro viaxeiro.
“ Una sonrisa no cuesta nada pero nos da mucho, enriquece a aquel que la recibe sin empobrecer a aquel que la da”.
Esta cita describe lo que representa mi hija Paula. Una niña de 7 años maravillosa, con una fuerza de voluntad enorme, con una capacidad de adaptación gigantesca, a pesar que, de vez en cuando le ponemos las cosas difíciles. Una paciencia increíble, un dar mucho, sin recibir a veces nada a cambio. Tolerante ante miradas y actitudes negativas desinteresada como ninguna otra persona, con un sentido enorme de la amistad. Perfecta con todas sus imperfecciones.
Me gustaría que todos dedicáramos un minuto a pensar en esta pregunta.
¿ Quién tiene que aprender de quien ?
Un abrazo muy grande para todas sus profesoras y muchas gracias por permitir que mi hija siga formando parte de esta familia.
Esther, madre de Paula López Anido
El abuelo
Voy a decir para ustedes
con cariño y humildad una pequeña poesía basada en la realidad. Recuerdo siendo pequeño igual que todos ustedes teníamos gran respeto sin tener tantos placeres. Entonces era sagrado no maltratar a los mayores y con mucha educación lo cumplíamos los menores. Fuimos muy poco al colegio hay que decir la verdad, pero sí nos enseñaron a querer y respetar. Ahora estudian muchos años tienen que tener cultura pero tocante al respeto no hay ninguna asignatura. Y deberían tenerla sépanlo los profesores que bien merecen un suspenso quien maltrata a los mayores. |
Los hijos deben ser hijos
aún sobrados de potencia los padres deben ser padres por muchos años que tengan. No hay cosa para los padres que cause mayor placer que les respeten los hijos por muy crecidos que estén. Se encuentran entusiasmados llenos de felicidad pero si ven lo contrario lloran en su soledad. Y es triste y doloroso y nada más inhumano el no encontrar un cariño al llegar a ser anciano. Los nietos a los abuelos nos querían cuando niños pero cuando van creciendo se va perdiendo el cariño. Si el abuelo les reprende le contestan enfadados tú ya no entiendes ni papa porque estás muy anticuado. |
Por la mañana temprano
dicen muy fuerte y sin duelo no hay quien duerma en esta casa por las toses del abuelo. Cabizbajo y dolorido se queda solo el abuelo llorando gotas de sangre sin tener ningún consuelo. No saben que hay un refrán muy sabio y sencillo “con la vara que tu midas te medirán a ti después”. A muchos seres les pasa todo lo que estoy diciendo que Dios se lo tenga en cuenta todo lo que están sufriendo. Se muestran acobardados constantemente sufriendo pidiendo con ansiedad que les llame el Padre Eterno. Y me despido de ustedes con lágrimas en la vista y os doy un fuerte abrazo a todos los pensionistas. Olga Gacio (Abuela de Sergio) |
16 de marzo de 2010
Tiempo atrás, tuve un vecino, cuyo “hobby” era plantar árboles en la enorme finca de su casa. Me llamaba la atención el hecho de que él jamás regaba los árboles nuevos que plantaba.
Cierto día, decicí acercarme a él y le pregunté si no tenía recelo de que los árboles no crecieran, pues había observado que apenas los regaba.
Me explicó que no regaba sus plantas abundantemente pues las raíces se acomodarían a la superficie y se quedarían siempre esperando por el agua más fácil. Los árboles tardaban más en crecer, porque sus raíces tenfderían a migrar para el fondo, en búsqueda del agua y de las variadas fuentes de nutrientes encontradas en las capas inferiores del suelo.
Esa fue la charla que tuve con aquel vecino. Después me fui a vivir a otro país, y nunca más lo volví a ver…
Varios años más tarde volví a mi antigua residencia y al aproximarme observé un bosque que antes no babía. ¡Mi antiguo vecino había realizado su sueño!
Aquel día había un viento muy fuerte y helado, en que los árboles de la calle se arqueaban tratando de resistir el vigor del viento.
Al aproximarme a la finca del que había sido mi vecino, noté cómo sus árboles estaban sólidos, prácticamente no se movían, resistiendo implacablemente aquella ventolera.
Las adversidades por las cuales aquellos árboles habían pasado, habiendo sido privados del agua, parecían haberles beneficiado como si hubiesen recibido el mejor de los tratamientos.
Todas las noches, antes de ir a acostarme, me acerco a la habitación de mis hijos, me inclino sobre sus camas y observo como han crecido. Sé que ellos encontrarán innumerables problemas y que siempre habrá una tempestad ocurriendo en algún lugar… Ojalá mis hijos crezcan con raíces profundas, que su energía provenga de las mejores fuentes, de las más profundas.
20-Enero-2010
Tenía apenas seis años cuando aquel verano mis padres, después de finalizar sus vacaciones, me subieron con ellos a aquel tren y nos fuimos todos a vivir a un país muy lejano, rodeado de altísimas montañas, donde sus gentes hablaban un idioma totalmente desconocido.
El tren, un gigante gusano mecánico nunca visto anteriormente, tirado por aquella gordinflona locomotora. Negra máquina infernal que se pasó todo el trayecto escupiendo fuego, chispas y aquel inolvidable y denso humo negro que incesantemente manchaba de carbonilla nuestros rostros, ropas y comida acopiada en los asientos.
El tren, inolvidable ristra de vagones desvencijados, temblequeantes como unas maracas, dando la impresión de que en cada curva, se descalabrarían y se romperían en mil añicos.
El tren y aquel inolvidable viaje. Pavor me da, todavía hoy, recordar los numerosos túneles atravesados, que semejando infinitos agujeros excavados en la montaña y siempre plagados de enormes e imaginarios monstruos, que obligaban a cerrar los ojos y acurrucarme hecho un ovillo en el regazo de mi madre.
Una vez llegados. Apenas desechos los equipajes, bañado, perfumado hasta las mismísimas orejas, vestido con el precioso traje chaqueta de los domingos y días de fiesta, mi madre orgullosa de mí, me acompañó en mi primer día de clase a mi nueva escuela.
Acostumbrado a mi aldea, todo me resultó extraño y asustadizo ¿Dónde estaban los tres bancos corridos, mi pizarrita negra, mi cajita con las cuatro tizas perfectamente ordenadas? ¿Dónde el viejo Don Matías, con su traje raído color ceniza y su pelo crespo engominado?
Aquellos modernos pupitres de tapa abatible, las sillitas de pies metálicos, aquella pluma Waterman que escupía su preciosa tinta azul marino, aquella montaña de libros apilados en los estantes del fondo de la clase y sobre todo aquel cuaderno de finísimas hojas cuadriculadas, nunca visto antes me asombraron, atrayéndome y asustándome a un tiempo.
Asustado, preso del pavor como un gallo acorralado, y a pesar de haberle prometido a mi madre que me iba a portar bien y que iba a obedecer en todo a aquella señora, con la falda larga, regordeta de talle, pelo rubio ensortijado, pequeños ojos asombrados asomando sonrientes tras sus gafas de nácar blanco, salté de sillita en sillita y, cual liebre asustada, eché a correr por entre los pupitres en busca de tan deseada salida.
Alertados por el ruido y barullo que sin querer estaba armando enseguida acudieron el conserje y la profesora de la clase de al lado.
Ni las palabras de esos nuevos intrusos cuyo idioma no entendía nada, ni sus carrerillas detrás de mí, ni tampoco sus gestos y amenazas lograban calmar mi temor terrorífico y paliar mi desasosiego. Fue madermoiselle Juliette, mi recién estrenada profesora quien ofreciéndome ahora sus brazos, sentándome en su regazo y con su infinito cariño, consiguió aplacar mis temores, ofrecerme su confianza y, pegado todo el tiempo a sus faldas, logró que terminara honrosamente ese primer día de clase.
Aún hoy recuerdo ese citado día, y también todos los que después le siguieron. Recuerdo el emocionante mundo de los cuentos, la aventura diaria que suponía salir de casa, cruzar corriendo la calle y apurar el paso para reencontrarme con todos mis amiguitos de curso. Recuerdo los inconfundibles pitidos de la sirena, el griterío colectivo y los divertidísimos recreos siempre repletos de inventados e inacabables juegos.
Coincidiendo con estas fechas navideñas, no hace muchos años, entraron en nuestras vidas, procedentes de su ciudad natal y país muy lejanos, nuestros queridos hijos Lucía y Mario.
A falta de vías y de túneles que nos llevaran directamente hasta Nanchang (China), sustituimos mi vieja locomotora y mis desvencijados vagones por modernos, enormes y barrigudos aviones, que sobrevolando infinitos océanos y ascendiendo por encima de altísimas montañas, temerosos de que se congelaran sus alas, trajimos con nosotros, en aquellos interminable vuelos a nuestros dos hijos, culminando un maravilloso viaje que constantemente, y con aquellos aún muy pequeños, siempre recordamos.
Y como en mi caso, al poco tiempo de aterrizar, tocó llevarlos por primera vez a clase.
Alegres e ilusionados, sin entender nada en español, (ni de chino), pasaron todo ese día agasajados por el cariño de sus nuevos amiguitos, en el regazo y con los mismos y cariñosísimos cuidados de sus profesoras Tina y Conchita.
Cuando fuimos a buscarlos supimos, por sus rostros radiantes, que habían estado encantados, que habían encontrado una segunda casa y un sinfín de amiguitos con los que disfrutar de inimaginables, infinitas e inolvidables aventuras.
Hace muchísimos años que regresé a Coruña, y desde entonces nunca había vuelto a saber nada de mi querida y remota escuela nunca olvidada. Convencido de que tras todo ese tiempo transcurrido no quedaría nada de ella. Ayer por la tarde, llevado por la curiosidad, tecleé en “Google Maps” la dirección que tan bien recordaba “Boulevart de ta Cluse 29, Genève –Suisse” y, …sí señor, ahí apareció, con su silueta de castillo encantado, su romántico cierre de hierro fundido y su jubiloso patio como entonces arbolado. Todo tal y como lo recordaba.
El colegio “Concepción Arenal” construido en 1910, con sus 100 años de antigüedad, segundo hogar de nuestros hijos, con profesores como Conchita, Tina, y demás docentes que componen ese enorme tinglado escolar, a buen seguro que perdurará otros cien y muchísimos años más. Tantos o más años de los que pueda tener ya a día de hoy la vieja escuela donde yo estudié.
Y me encanta pensar que igual que yo, Mario y Lucía y todos los demás niños que han pisado, pisan y pisarán este colegio, un lejano día, dentro de cincuenta años, añorando su infancia e invadidos por una irresistible melancolía, consultarán internet y se encontrarán nuevamente con ese frontón, esos grandes ventanales verdes, y ese inmenso patio donde sabemos pasan los mejores momentos de su vida.
Chema, papá de Lucía y Mario
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